En estos tiempos de pandemia del Covid-19, en muchos círculos se debate sobre la importancia de invertir en salud pública mucho más de lo que en este país – y en el mundo – se ha venido invirtiendo. La tragedia que vemos en países avanzados, inclusive en Estados Unidos, el más rico del mundo, y hasta en Nueva York, la ciudad que decían estar más preparada para hacer frente a una epidemia – ha conmovido a la humanidad.
Si eso ha sido así en países desarrollados, ¿qué podrá esperarse que suceda en países pobres, con sistemas de salud frágiles, sin los recursos económicos, ni humanos, ni técnicos para enfrentar retos de tanta magnitud?
Este riesgo inminente ha sacado a flote la discusión sobre las ventajas y desventajas de que los sistemas de salud sean eminentemente públicos o privados. De hecho, el artículo reciente de mi colega y amigo Isidoro Santana, en el que menciona una investigación que hicimos juntos en los años 90, ha motivado que me siente hoy a escribir estas líneas. Isidoro recuerda que, en esa época, años antes de la reforma al sistema de salud consagrada en las leyes a principios del siglo 21, el sistema dominicano de salud estaba ya ampliamente “privatizado”. En aquel estudio se midió por primera vez en el país el gasto de bolsillo de los hogares, que superaba el 70% del gasto en salud (por cierto, esa fue para mí una revelación, algo desconocido, que no figuraba en las discusiones previas sobre financiamiento de los sectores sociales). En ese estudio se presentó también la utilización de servicios, mostrando que incluso las personas más pobres hacían uso importante de servicios privados, pagando con sus propios recursos (gasto de bolsillo) y disminuyendo así lo que podían destinar para su alimentación y otros gastos esenciales. Lo mismo hacían muchos asegurados al viejo IDSS, al no encontrar respuesta en los servicios de salud gestionados por éste.
La precariedad del sistema público había sido tal durante décadas, que desde los años 60 habían comenzado a surgir las igualas médicas, esquemas pre-pagados de salud que permitían el acceso a los proveedores privados disminuyendo gastos excesivos. La principal clientela de estas igualas fueron las empresas formales, incluyendo las públicas, que ofrecían el seguro médico como un atractivo para atraer los mejores empleados y fomentar su permanencia en el trabajo. Por supuesto, estos esquemas privados tenían muchos defectos, como una cobertura limitada, exclusiones de intervenciones muy necesarias y de personas con mayores necesidades de salud, así como negación de coberturas en base a reglas tales como las llamadas pre-existencias.
Todo esto fue transformado con la ley que crea el Seguro Familiar de Salud. Dicha ley instituye un esquema de aseguramiento universal público, que define centralmente la cartera de beneficios y los mecanismos de pago, que colecta de manera centralizada las cotizaciones obligatorias y distribuye los pagos per cápita a las administradoras de riesgos de salud, habiendo logrado afiliar hasta ahora al 80% de la población dominicana. En consecuencia, tenemos un sistema de financiamiento público, donde parte de las funciones de gestión del riesgo y de provisión de servicios son realizadas por entes privados.
Como puede constatarse al revisar la literatura internacional, un sistema de salud puede ser público (rectoría y financiamiento públicos) y los proveedores ser mayoritariamente privados. En la Unión Europea, muchos países poseen provisión privada en el primer nivel y también a veces en el nivel especializado, aunque sus sistemas se financien mediante impuestos generales (Dinamarca, Irlanda, entre otros) o mediante cotizaciones al seguro social (Alemania, Austria, Francia y 14 países más de la Unión Europea). Unos pocos países descansan totalmente en la provisión pública, entre los que se encuentran España, Italia, Portugal, Reino Unido y Suecia. Los resultados de estos países han sido diferentes en cuanto a la fuerza con que fueron golpeados por la pandemia y la forma en que reaccionaron, pero este es otro tema, que no tiene que ver necesariamente con la provisión y mucho más con la conducción.
El sistema dominicano de salud tiene muchas deficiencias e inequidades, que no están relacionadas con que la provisión sea pública o privada. Por ejemplo, no ha logrado alcanzar la cobertura universal, a pesar de que se lo propone desde su inicio. Hay mucha diferencia entre lo que recibe un trabajador formal y una persona pobre, aunque se encuentre afiliada al régimen subsidiado. Aunque teóricamente es lo mismo, hay una diferencia tan grande de cápitas que no es posible brindar los mismos servicios en ambos regímenes. Es cierto también que el gasto de bolsillo sigue elevado y no se ha logrado proteger a la población de manera adecuada. Pero esto es, en gran medida por la falta de fortaleza de la función rectora que se ha traducido en la no implementación de la atención primaria como mandan las leyes (tema que merece una reflexión adicional) y por la baja prioridad asignada por el estado a la función de rectoría del sistema de salud.
Entonces el tema de actualidad frente a la pandemia se refiere, sobre todo, a la fortaleza de la dirección del sistema de salud. Para responder adecuadamente en situaciones de emergencia se necesita liderazgo, buena gobernanza, planeación y conducción adecuadas, credibilidad, manejo de la información y de la ciencia, capacidad de anticipar los riesgos y las necesidades de la respuesta, dar seguimiento, responder inmediatamente, movilizar rápidamente a todos los actores y lograr alianzas público-privadas, con la mirada puesta en la misma dirección.
Todas éstas son funciones esenciales de salud pública, bienes públicos, que sólo el estado puede y debe asumir y priorizar – lo cual se traduce en asignar los recursos suficientes e invertirlos sabiamente. Pero este es otro tema que trataremos en un artículo separado.
Publicado en periódico Hoy y en Acento 4 de mayo de 2020